28-12-2013
Errores y fatigas (tomadas con humor)
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Todavía
no ha llegado 2014, pero algo ha acertado. Lo malo, evidentemente. El día de
hoy ha sido un día de fallos y de trenes. De errores y fatigas. Menos mal que
me lo tomo con humor, y es que ¿cómo no estar de buen humor si lo único que
quieres es caminar por frondosos y tranquilos pueblos a las afueras de Berlín y
estar acompañado? Con eso me contentaba, y cuando Cyril se disculpaba por
habernos equivocado de pueblo o que la visita a la Villa Olímpica de Berlín
1936 haya sido un leve fracaso, yo le decía “Don’t worry. I like that. I like walk for these places. These neighbourhoods…
I could live here. Are so green, so quiet, so peaceful. I could live here”.
El
comienzo del viaje parecía augurarnos una buena jornada, pues la conductora del
autobús no nos ha cobrado el billete. Las cosas se han ido truncando en el
momento de hacer el transbordo al cercanías. Yo no tenía marcada la misma ruta que Cyril, pero
como las diferentes posibilidades de llegar al lugar apenas variaban por unos
minutos no he dicho nada y le he seguido. Al llegar a Potsdamer Platz teníamos
que esperar una hora al tren. Sábado. Mientras mirábamos en el panel de
horarios alguna otra posibilidad de conexión, se nos ha acercado un hombre
preguntándonos a dónde queríamos ir. “Wustermark”
le he dicho. El buen hombre nos ha dado unas cuatro posibilidades diferentes,
todas ellas necesitando hacer diferentes transbordos, volver hacia detrás,
esperar igualmente… porque al fin y al cabo, el cercanías que teníamos que
coger era el mismo, daba igual cogerlo desde Potsdamer Platz, de Spandauer Damm,
o desde cualquier otra parte, la espera nadie nos la iba a quitar. Para no hacerle
un feo al hombre, mientras él se subía a su cercanías nosotros subíamos las
escaleras mecánicas en dirección a la línea de metro que nos había indicado,
pero yéndonos a almorzar por los exteriores del Sony Center.
Hemos
entrado en un Dunkin’ Donuts. Creo que ha sido la segunda vez que he pisado
uno. Eso parecía un McDonald’s con los cientos de miles de menús en las
marquesinas. Yo no sabía que pedir y todo llevaba café. El único menú que no
iba con café era el de chocolate caliente con una madalena, de chocolate por
supuesto. La madalena, más grande que las setas que hacen crecer a Súper Mario,
todavía me dura. El quemón que me he hecho en la lengua con el primer trago del
chocolate, también. La espera de una
hora, la lengua socarrada y la sobredosis de azúcar comenzaban a predecir que
las cosas no iban a salir tan bien. O eso he pensado cuando nos volvíamos a
dirigir a la estación.
Hemos
llegado a Wustermark y he puesto en el Google Maps la calle que me ha indicado
Cyril. Era un vecindario de lo más familiar. Ni rastro de una villa olímpica
abandonada. Después de caminar unos veinte minutos e intentar ver algo en el borroso
mapa satélite del móvil, he sacado el papel que me había preparado antes de
salir de casa con las indicaciones para llegar al lugar. Nos habíamos pasado
por un pueblo. La Villa Olímpica no estaba en Wustermark sino en Elstal, a unos
cinco kilómetros. Ya eran las doce de la mañana e ir andando nos quitaría toda
la luz que le quedaba al día, que por otra parte era bien poca, pues a
diferencia de ayer, hoy volvían las nubes y los chispazos de lluvia. Hemos
vuelto a la estación de tren. Vacía. Poco a poco se ha ido llenando. Una chica
nos ha preguntado donde se compraban los billetes. Ni idea. A la media hora ha
llegado el tren.
En
Elstal nos esperaba otro paseo de media hora por un barrio de casas
prefabricadas y sin encanto en medio del bosque. El lugar no era tan bonito
como Wustermark pero también se podría tener una vida sencilla y agradable
allí. De camino a nuestro destino yo deseaba que fuera ese el lugar correcto y
no un espejismo. No quería haberla pifiado después de habernos marchado de
Wustermark por mi insistencia en que creía que no era ese el lugar. Hemos dado con
la Villa Olímpica y yo me he quedado más tranquilo. Por supuesto, estaba
cerrada a cal y canto, como todos los lugares que visitamos, pero este tenía
unas vallas muy nuevas y en buen estado. Carteles de propiedad privada. Parecía
infranqueable. Por el camino, Cyril ya me había metido el miedo en el cuerpo
advirtiéndome que este sitio solía estar vigilado por guardias de seguridad. Me
estaban comenzando a asaltar las dudas. Algún vecino por la calle nos miraba
sospechosamente, pero seguían con su rutina.
Un
pequeño agujero al final de la valla. Después un muro que la voluntad de querer
entrar nos ha ayudado a saltar. Otra valla, esta más fácil. El paraíso:
edificios abandonados, extrañamente vacíos y medio abandonados. Un camino
medianamente asfaltado con una cuerda relativamente nueva que limitaba el paso
entre la calzada y los apartamentos de los deportistas. Un lugar entre el
abandono y la conservación. Las dudas explotaban en mi cabeza, la confusión no
me dejaba pensar ni hacer fotografías. Esto no era un lugar abandonado, era
algo similar a una atracción en Roma: viejos monumentos abiertos al público. Le
he preguntado a Cyril y me ha dicho que cree que el lugar entre semana está
abierto al público, pero pagando. Hoy sí, hoy nos hemos colado de verdad en un
sitio en el que no deberíamos, y eso me hacía sentir incómodo. Si el lugar
podía visitarse aunque fuese pagando, supongo que no mucha cantidad, deberíamos
haberlo hecho así. Soy un maldito boy
scout, un Ned Flanders. Y al no ser un lugar realmente abandonado, sino que
tenía carteles con indicaciones de qué era qué y demás, no era lo que yo quería
para mi serie de fotografías. Pero bueno, ya estábamos allí y no íbamos a dar
marcha atrás con lo que nos había costado llegar. Después, al llegar a casa, he
buscado si realmente el sitio abre al público. Sí, pero lo hace sólo de abril a
octubre. La entrada cuesta entre dos y cinco euros. Probablemente vuelva.
Hemos
dado un paseo y hemos visto algunos lugares. Cyril buscaba un estadio que
supuestamente conserva la esvástica nazi y debe de ser bastante chocante. Por
el camino nos hemos cruzado con la casa en la que estuvo viviendo esos días
Jesse Owens. Y poco más. Cyril ha visto a lo lejos a un guardia de seguridad y
hemos iniciado el camino a casa, no sin antes dar una última vuelta. Al final,
Cyril con la desilusión de no encontrar el estadio, y yo con la de no haber
hecho más de cuatro fotos, nos hemos ido.
Pero “always is good see these
places. I like go. It’s nice. I like the place. Maybe we, or I, will come back”.
Con la lluvia ganando intensidad hemos vuelto
hacia la estación mientras hablábamos de cómo David Lynch y Tarantino se han
convertido en iconos más allá de cineastas, y que la gente los cita por quedar
bien antes que porque realmente le gusten. Este tema también sale a menudo
cuando hablo con Rachel Bean. Luego hemos hablado del último Francis Ford
Coppola, de su hija y de su sobrino. Y, por último hemos criticado a Oliver
Stone, del cual hemos salvado dos películas: Platoon (1986) y Giro al infierno
(1997) que me ha recomendado Cyril porque yo no la he visto.
Nos
aguardaba una sorpresa antes de coger el tren. Una torre muy alta nos ha llamdo
la atención. Cyril me ha dicho que tenía curiosidad por verla bien. “We can approach it”, le he dicho, así
que hemos hecho un inciso en el trayecto. Y nos ha salvado el resto del viaje.
La torre era la puerta de entrada a la antigua estación de Elstal. No era muy
grande, pero tenía rincones maravillosos como una especie de circulo con un
mecanismo que, supongo, haría girar vagones, cambiar direcciones o algo
similar. Me he imaginado un tren dando vueltas sin parar por culpa de un
ferroviario loco que quería divertirse.
Era
raro que todavía no nos hubiese pasado. Nos hemos perdido. Yo me he ido por un
lado y Cyril por otro hasta tal punto que no sabía dónde se había metido. Al
final he visto su inconfundible gorro de lana camino de la estación nueva, así
que he hecho un par de fotografías más y he salido del recinto por donde la
valla lo permitía estando a punto de hacerme un esguince.
Siguiendo
con el tiempo de espera de trenes, hasta las tres y diez nos hemos quedado
plantados bajo la lluvia, que había pasado a ser un rocío. Y siguiendo con las
ilegalidades de hoy, al no haber máquina de billetes, hemos hecho el trayecto
en tren sin pagar un euro. Para el viaje de vuelta, y con el miedo a que pasara
el revisor y nos pillara sin tickets,
he decidido marcar el rumbo. Nos hemos bajado a las pocas paradas y hemos
cambiado el tren por el metro, que nos
dejaba cerca de casa y podíamos comprar el billete. Como ya estábamos dentro de
la zona AB nos hemos ahorrado casi un euro. Y eso me ha hecho pensar lo
contradictoria que es la línea de transporte público de aquí. Un billete de un
viaje cuesta como máximo 3,60€ y dura dos horas. Por ese precio puede cubrir
una distancia que te lleva casi tan lejos como ir de Castellón a Valencia. Si
te compras el billete de un día por menos de diez euros puedes hacer este viaje
todas las veces que quieras. Para esto es de lo más económico que he visto,
pero claro, la mayoría de gente utiliza el metro o cercanías para ir por dentro
de Berlín, zona AB por 2,60€ un viaje, y esto es de lo más caro que he visto.
Al
llegar casa me apetecía ver un western, y como el día había ido de trenes, en Filmin
enseguida me han puesto en primera fila del género El tren de las 3:10 (James Mangold, 2007). La película era lo que
me esperaba, me ha servido para relajarme un rato, pero poco más. Me ha hecho
pensar en el mérito que tienen los realizadores/as que trabajan con una ingente
cantidad de planos, como David Fincher, y el trabajo que supone eso. Por
supuesto, esto hay que reconocerlo como meritorio, pero solo cuando esa
cantidad de trabajo se hace con criterio y cada plano tiene su sentido. Sino es
una perdida de tiempo y un ejercicio sin estilo, siguiendo un mero patrón
académico que funciona con las reglas más sencillas. Como le suceden al film de
Mangold. Entre eso y el inverosímil desenlace final la película me ha dejado un
agridulce sabor de boca que voy a remediar escuchando el último disco de Klaus
& Kinski: Herreros y fatigas.
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