18-12-2013
Las botas de Werner
Como
todos los días: me he levantado, he salido a la cocina, me he puesto un vaso de
zumo de naranja, he cogido dos galletas de chocolate y un bollo de leche, he
vuelto a mi habitación, he dejado la puerta entreabierta y me he sentado en la
butaca junto a la ventana para ver la calle mientras me he puesto a meditar en
todo lo que tenía que hacer. En ese momento de tranquilidad donde el tiempo no
existe, Cyril me ha visto desde el pasillo y ha llamado a mi puerta. Me ha
preguntado por la conexión a Internet, que fallaba desde anoche y seguía sin
funcionar.
Viendo
que no podría adelantar la faena de escritura, y que hoy no iba a ser el día en
el que me iría con Cyril a ver los edificios abandonados, he decidido adelantar
un plan que tenía pensado para más adelante: ir en busca de la filmoteca
alemana.
Me
he calzado mis botas de Werner Herzog y he salido a la calle. Caminar por las
aceras empedradas de Berlín era como hacerlo sobre un suelo firme y recto. Las
botas hacían que no palpase la tierra. Me sentía como si caminara sobre las
aguas cruzando el río Spree para llegar a mi tierra prometida. Hora y media
después he llegado a la Deutsche Kinemathek y he entrado a ver el museo del
cine y la televisión.
El
diseño de la exposición me ha parecido deslumbrante. Se me ha puesto una
sonrisa gigante en el rostro al entrar a la primera sala. Hay cinematógrafos
antiguos, maquetas de sets de rodaje de películas como El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), el vestuario
de Emil Jannings en El último (F.W.
Murnau, 1924) y el de Marlene Dietrich en muchas películas… también he visto un
Oscar, un Globo de Oro, un Oso de la Berlinale y muchos de estos premios que
nunca ganaré (ni falta que hace, mientras pueda vivir de hacer películas). Una
magnífica exposición de los orígenes del cine alemán.
No
quería hacer ninguna fotografía con el móvil, pero cuando he llegado a una de
mis películas favoritas, Metropolis
(Fritz Lang, 1927) no he podido evitar caer en la tentación y he aprovechado un
salón de espejos para hacerme un pequeño autorretrato junto al cartel
reflejado. Aún así, me he librado del mal. Ha sido hacer la foto y poner la
pantalla de inicio del móvil cuando ha entrado el guardia de seguridad, que con
mala cara ha recorrido mi cámara, mi cuello, mis pecho, mis brazos, mis manos y
la pantalla de mi teléfono móvil por si encontraba las pruebas del delito.
Después
de la sala dedicada al periodo del nacional-socialismo la exposición comienza a
decaer. Y es que parece que los seres humanos atendemos a aquello que trataba
de deconstruir Woody Allen en Midnight in
Paris (2011) sobre que cualquier tiempo pasado fue mejor. El cine moderno,
posmoderno y contemporáneo apenas reciben atención. Dos largos pasillos donde
por cada estantería encontramos una fotografía de dos directores y algún
objeto, guión o fotografía de su película más importante. También algunas
maquetas, trajes o atrezzo de las
películas más destacadas. Me he quedado sorprendido con la maqueta del barco de
Fitzcarraldo (1982), la película de
Werner Herzog en la que cruzó, literalmente, un barco por encima de una
montaña, esa Conquista de lo inútil.
También estaban las alas y la coraza de los ángeles de El cielo sobre Berlín, y la ropa de Lola, de Corre, Lola, corre (Tom Tykwer, 1998) que le habría gustado ver a
Pilar. Al igual que la ropa que Günter Lamprecht llevaba en Berlin Alexanderplatz, que también le
habría gustado ver a Águeda y Fermín.
Al
salir de la Deutsche Kinemathek me he acercado un momento a la puerta de
Brandemburgo para grabar el vídeo experimental que tenía pensando. Aquel que se
inspiraba en el cuadro de Seurat: Tarde
de domingo en la isla de la Grande Jatte. He decidido hacerlo con la cámara
compacta de calidad medio-baja que me llevé de Castellón y que utilizaba
habitualmente mi madre. Con esta cámara tendré un pixel más pronunciado, que es
lo que busco para este vídeo.
Ha
sido una grabación divertida. Los hombres disfrazados de militares americanos
(la embajada americana está justo al lado de la puerta de Brandemburgo) hacían
las delicias de los turistas, y es que tenían mucha personalidad. Tanta que a
los pobres hombres disfrazados del oso representativo de Berlín nadie les hacia
caso. Con sus chistes y su carisma se ganaban a todos los que pasaban por su
lado. Incluso a un grupo de chinos. Los cómicos militares se han sacado de la
manga una bandera de china y han hecho cuatro movimientos de kárate muy
tópicos. Enseguida han cogido a la chica del grupo y la han puesto a posar con
ellos vistiéndola con su gorra del ejército al tiempo que hacían poses de artes
marciales. Luego, no se de dónde serían
los otros turistas que se les han acercado, pero nuestros personajes han
gritado en perfecto español con acento americano: “Mexicanos cabrones”. A los
turistas les ha hecho gracia. Otra foto de recuerdo. Otros siete euros para
nuestros cómicos.
La
vuelta a casa ha sido dura. Era el primer día con mis botas de Werner y el
pateo que me he querido pegar me ha salido caro. Tengo el pie izquierdo
inservible, no como el protagonista de Mi
pie izquierdo (Jim Sheridan, 1989). He tenido la suerte de que cuando los
pinchazos y el dolor me impedían caminar he pasado por delante e una parada de
metro por la que iba la línea que me dejaba más cerca de casa. Como “sólo” eran
cuatro paradas he podido comprar el billete barato y algo que me he podido
ahorrar. El problema vendrá mañana, que es cuando Cyril me ha dicho de ir a ver
la Ballhaus Grünau y el Zombie hôpital. Espero que vayamos en metro, porque por
primera vez desde que estoy aquí, no voy a poder caminar durante mucho tiempo.
Las botas de Werner me han fallado. Pero es ir poniéndomelas y acostumbrarme a
ellas, pues con ellas me siento capaz de todo. Como ha comentado María a la
foto que he subido al Facebook: “parece portada de una teleserie de jóvenes
alocados en Berlín que se dedican a hacer todo lo que nunca han hecho antes
porque unas botas mágicas les hacen creerse invisibles e invencibles).
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